Alguien le había dicho a Roberto (o quizás era a Daniel) que los Carnavales en El Callao eran una “demencia”, y así nos repitió hasta el cansancio. Un documental de los carnavales era sólo uno de los tantos proyectos que queríamos hacer: realidades lejanas, fantasías casi realizables, pero nunca lo suficiente; alucinaciones que podías alejar, procrastinar, hasta que alguna otra tomara su lugar, fantasías como las Fiestas de Elorza, las motopiruetas en el Calvario, los champetazos de Petare. Pero por algun razón, una razón que todavía aún hoy me elude, El Callao se convirtió en el proyecto posible.
Era principios de 2016, y Roberto y Daniel todavía tenían su productora, El Resort; una especie de videógrafa glorificada que les daba suficiente dinero para, de vez en cuando, perseguir algún proyecto personal. La casa matriz, la nave nodriza, quedaba en un Penthouse de Las Mercedes, herencia de la abuela materna de Daniel; un lujo inmerecido en la cara de una miseria omnipresente. No recuerdo cuántas veces vomité en El Resort, ni recuerdo cuántas veces hicimos pipí en el lavamanos, sólo porque era lo “más ecológico”. Yo no era parte de El Resort, no realmente, pero a finales del 2015 me había quedado desempleado y estaba en medio de una relación en la que hacía meses no cogía. Pero igual, día tras día me la pasaba en la “oficina”; iba a trabajar, a escribir, a algo, pero nunca lograba nada, sólo emborracharme con el alcohol que podían invitarme. Daniel suele decir que yo iba, comía, dormía la siesta, y me levantaba con una cuba en la mano, puesto a repetir el ciclo un día más.
El Resort era relativamente famoso en los círculos hipsters de Caracas —o al menos Daniel, Roberto y Rubén lo eran— porque habían empezado su trayecto con un documental verité sobre un día en la vida de un recoge latas que caminaba a lo largo del río Guaire, justo durante la época en la que habían secado su cauce por motivos de construcciones. Además, los tres socios eran muchachos flacos, altos y barbudos en la Caracas de mediados del 2010.
Para nosotros, grabar en El Callao era una búsqueda de sentido, la persecución de una rumba metafísica que se nos había escapado en Caracas. La pea se había secado frente a nuestros ojos y lo que nos quedaba era el rumor de otras, aún vivas, de las cuales queríamos ser al menos testigos.
Alguien decidió, tal vez sin preguntármelo, que yo debía encargarme del plan de acción: la logística, el guion, la preproducción, las llamadas: transformar esta idea abstracta y a medio cocer en un documental. Porque en esta búsqueda no era sólo la rumba lo que reclamábamos, sino también queríamos La Verdad, o al menos una verdad. Perdidos como estábamos entre un mar de perrocalenteros impagables y de supermecados con anaqueles vacíos.
Llamé, interrogué, investigué y vi documentales en YouTube y así creí reconstruir, de lejos, un evento que en teoría era una “demencia” (y ahora que lo escribo, recuerdo que fue Daniel quien propuso la idea). Tratándose de un proyecto del Resort, Roberto iba a ser el productor ejecutivo: él había puesto el dinero y había aprobado cada gasto a realizar en la preproducción. Daniel iba ser nuestro camarógrafo/editor e iba a usar su encanto natural para infiltrarse en la fiesta y grabar el bacanal.
El Callao, como proyecto realizado, era una excepción para todos nosotros. Mi generación vivía perseguida por la inmaterialidad de todos los proyectos no-realizados, heridas abiertas en el cuerpo de nuestro talento, fantasmas que nos proclaman fraudes; cada persona que conozco de mi generación es, en esencia, un cúmulo de cosas nunca hechas, un curriculum non esse. Este fantasma de lo nunca logrado se esfumó, momentáneamente, el día que decidimos que un chisme y un par de llamadas eran suficiente para hacer un documental. Dijimos, esta mierda sí se hacía, ahora sí, ya basta de güevonadas y resolvimos que éste era nuestro momento. Sin dejar que la resaca de la pequeña victoria sobre nuestros fracasos pasados se asentara de nuevo, compramos pasajes de autobús sin saber en absoluto cómo siquiera completar el viaje; guiados por rumores de rumores de rumores que nos indicaban una vía incierta hacia el noreste del país, rentamos una habitación de hotel; sin entender muy bien la geografía del pueblo, hicimos un guion sobre una fiesta que no conocíamos; con un itinerario fotocopiado, sacado de internet, realizamos un plan de acción para un documental imposible. Esto no era una película, esto era gonzo by the way of ganso.
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Para quienes no lo saben, los carnavales de El Callao son legandarios en Venezuela, una de las pocas fiestas carnestolendas de las cuales vale la pena hablar. Tradición antigua de un pueblo minero ubicado en el estado Bolívar, las fiestas callaenses han sido legendarias desde hace más de 50 años. En algún momento, incluso, fueron fiestas revolucionarias: el medio para reclamar condiciones más justas para los mineros, para reclamar territorios perdidos en tratados antiquísimos que nadie respetaba: festejar y reclamar en un mismo la realidad ignorada de pueblos lejos de la omnipotente Caracas.
Una de esas tradiciones afro que había logrado imponerse al mainstream, como los tambores de Choroní o las festividades de santos en el Zulia.
Culturalmente las fiestas son riquísimas en tradiciones, pero también son un desenfreno alcohólico. Por eso nuestra búsqueda no tuvo problema en disfrazarse de documentalismo cultural; pero la verdad sólo queríamos encontrarnos ebrios en el sopor de la curda bajo un sol asqueroso y ardiente.
Ubicado en el estado Bolívar al sureste del país, bien lejos de Caracas, El Callao era distante para nosotros en todo sentido. Un pueblo aurífero al otro lado del mapa.
Nuestra idea narrativa para el documental era bastante simple: dividir la fiesta en Día y Noche, grabar cada aspecto desde el jueves —el día de llegada— hasta el miércoles —día final del carnaval— y estructurarlo como si todo fuese una larga jornada, compuesta por una multitud de actividades que, al menos, podríamos dividir en estas unidades de sentido. Poco sabíamos que en El Callao el Día y la Noche pierden su significado, empapados en un miasma de ron caliente, embotellado en termos de plásticos extra grande. El presupuesto no alcanzaba para tantos días y decidimos llegar el sábado, e irnos el martes temprano. Suficientes horas para captar el espíritu de la fiesta, entrevistar, cumplir con el guion y ser conquistadores de esta realidad que se nos escapaba de las manos.
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En 2015 conseguir efectivo en Caracas era casi imposible. Daniel, Roberto y yo vivíamos en una ciudad de transferencias bancarias. Las terminales de tarjeta eran lujos que sólo tenían los restaurantes y las tiendas de ropa en centros comerciales; cuando querías comprar algo en la calle, sacabas tu celular, anotabas la cuenta bancaria de quien te estuviera vendiendo el producto, y le hacías una transferencia por el monto. Ese era nuestro modo, y si era el nuestro, seguro también tenía que ser el de El Callao.
Roberto haría transferencias, pagaría con tarjeta donde se pudiera, y tendría efectivo en una cantidad suficiente en caso de emergencia. Tal vez esto era una negación, otra forma de comprar la ilusión de no estar en este país que nos expulsaba, y creernos parte de un primermundismo de cómodas cuotas que nos eludía.
El sábado, salimos de madrugada desde la terminal de Plaza Venezuela y recuerdo pensar, mientras pasábamos el Hotel El Limón —comedero de los dioses—, que más nunca vería a la ciudad así, etérea, extraña, ajena a mí, como si se me escapara entre los dedos, flotando y suspendida en ámbar espeso, con esa imposibilidad anacrónica de su existir. Caracas, para mí, era, y justo en ese momento, dejaría de ser.
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Viajar en autobús en uno de los países más peligrosos del mundo equivale, un poco, a creer que uno será víctima de algo en cualquier instante. En el trayecto de Caracas-Upata sólo podía pensar cómo se sentiría ser asesinado en un autobús rumbo al estado Bolívar, ser muerto por una de esas mafias que figuran en las leyendas de WhatsApp, ser una mala noticia para mi madre, quien sólo podría pensar en mí, de ahora en adelante, como su hijo que murió intentando llegar a El Callao para grabar un documental avalado por nadie y comisionado por la nada.
Los más afortunados en Venezuela siempre fuimos hijos de una violencia que rara vez nos tocó, una violencia periférica a nuestras vidas. Una que veíamos de lejos, como deben ver los neoyorquinos a un venado: parte natural de la identidad de su lugar de origen, pero parte distante, distinta. Y es en esta relación limítrofe con una violencia innombrable e innominada, que informamos cada decisión que hemos tomado, cada decisión que nos ha definido. Roberto, Daniel y yo éramos —todavía somos— igual parte impostura y violencia muda.
En mis 28 años en Venezuela, sé que no la pude conocer por completo —ni a la violencia ni al país—; muchos rincones lejanos, no tanto en distancia física como en distancia relacional, espiritual; rincones que no me hablaban dentro de mi burbuja. Nunca, antes de ese momento, había estado Upata, y realmente creo que nunca estuve allí. De las calles que recorrimos antes de llegar a la terminal de autobuses, sólo recuerdo el sol inclemente cocinando todo lo que tocaba, un sol emanando del asfalto y no del cielo, un sol todopoderoso, calentando las piernas antes que el rostro. De esas calles, nada me queda; cruzar por esas intersecciones de asfalto olvidadas, que sólo pueden recordar aquellos quienes las cruzan, día tras día, en su propio olvido, era un presagio de que Bolívar no nos quería recibir, o que su recepción no era comprendida por nosotros, sifrinos clase media caraqueños de madres divorciadas y padres ausentes, conocedores de lo inservible, escritores, cineastas, músicos y artistas mediocres; pero con la hubris de a quien le han dicho, desde siempre, que está destinado a ser especial. Fracasos preciosos en un pueblo de mierda. Y todavía ni llegábamos.
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Con una birra en la mano, rodeados de seres que nos miraban como llegados de otro planeta, y escuchando las diatribas incongruentes de un borracho (uno nacido y criado en El Callao), Daniel, Roberto y yo intentamos aterrizar en nuestro destino, desperezarnos y ponernos manos a la obra. Era hora de hacernos parte del calor, de la incipiente fiesta, y conquistar el proyecto que nos habíamos propuesto. Atrás quedaba la carretera desolada y el taxi compartido, atrás quedaban los sándwiches —presagio maldito— que habíamos hecho para el camino, y frente a nosotros se abría, en toda su pequeñez, un pueblo que nos recibía como extraños, por más que nos esforzáramos en no serlo.
Jorge London fue la primera persona en saludarnos. Un alcohólico de esos a los que todavía, por pudor, tildamos de “borracho”, o “borracho de pueblo”, o “borrachito”, cualquier eufemismo menos “alcohólico”, cualquier cosa menos la realidad. Miembro expulsado de una de las familias afrodescendientes más importantes de El Callao, Jorge nos saludó como si nos conociera, mientras su amigo, otro borracho —aunque en este caso uno anónimo—, dormía con las piernas descansando sobre una reja y el cuerpo acostado sobre unos arbustos, imitando la postura de todos los paneles finales en las historietas de Condorito. Por eso, en vista de aquel recibimiento, lo único que cabía era invitarle una cerveza a Jorge, intentar convertirlo en nuestro amigo.
Algo como él era, precisamente, lo que buscábamos, un vestigio vivo de miles de borracheras y vigilias ocurridas durante décadas y décadas de carnavales; un cable a la época en la que el calipso era de protesta y el alcohol se ocultaba en velos olorosos de actitudes, aparentemente, santurronas. Lo seguimos, lo escuchamos, nos sentamos con él, y compartimos cervezas, mientras gastábamos el poco efectivo en nuestros bolsillos.
Ese primer día, antes de instalarnos, perseguimos una noticia que no estaba allí. Tal vez por esto mismo, decidimos entrevistar a un grupo de mujeres trans que habían ido a los carnavales de El Callao a divertirse. A todo aquel a quien nos acercábamos no entendía nuestra presencia en los carnavales; nuestro peregrinaje, disfrazado de documental, de más de 13 horas a un pueblo minero, que vivía sumergido en una violencia, para nada periférica; con una frontera demarcada y cuyos límites nosotros queríamos conocer. Éramos parte ajena y enajenada de esta fiesta que tanto nos había costado conseguir. En el limbo entre el trabajo y la rumba que perseguíamos, nos encontramos demasiado sobrios como para disfrutar y demasiado ebrios como para articular.
Hasta que fue demasiado tarde, no captamos las indirectas, los dientes de oro, las hormigas en el piso de hormigón, la distancia (física, espiritual, completa) entre la fiesta “oficial” y nosotros. Nuestra habitación era un rectángulo de tres metros cuadrados de paredes blancas y vacías, con dos camas y un baño sin separaciones entre la poceta y la regadera: el último bastión de un sexo sucio, que sólo quienes viven al borde de todo pueden practicar.
Gracias-a-Dios la habitación tenía un televisor, una boya hacia la civilización, tal y como nosotros la entendíamos. No todo estaba perdido. Decidimos dividirnos las camas de la siguiente manera: Daniel dormiría solo en la cama individual, y Roberto y yo compartiríamos la matrimonial. Pero la verdad es que debimos haber dormido todos juntos, agarrados de la mano y abrazados antes de desvanecer, eventualmente, en el naufragio de todos los placeres, desde Caracas hacia cualquier lugar del mundo que nos aceptara como suyos.
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El Callao tiene una frontera en forma de puente entre el pueblo “turístico” y el pueblo “minero”. Y estas dos calificaciones son, en realidad, eufemismos: turístico se refiere, en este caso, a “medianamente violento”; mientras que “minero” quiere decir “realmente violento”, o “violento en un sentido que no puedes comprender”, o “violento-de-descabezados”, ese tipo de violento. En Venezuela, a partir de una fecha que, si la quisiera, podría buscar en Wikipedia en este momento (aunque no lo haré), todo territorio “minero” se convirtió en un territorio violento; la minería y la muerte se convirtieron en sinónimos. Todo territorio minero, entonces, es fecundo de una ebullición podrida, que nos era desconocida por completo, pero que sabíamos como peligrosa en esencia. Por eso, aunque, tal vez, algo en nosotros quería ser parte de la historia del otro lado del puente, la verdad era que no habíamos ido por las minas, porque las minas eran muerte.
Ese puente se convirtió, ante nuestros ojos, en el límite de la civilización en El Callao, y como toda frontera, en ella existía lo uno, lo otro, y la mezcla de lo uno y lo otro. Por eso, creo, que es buen momento para contar que nuestro hotel, el que conseguimos en Google, estaba precisamente al límite de este puente-frontera. Nuestro hotel con su recepcionista de dientes de oro, nuestro hotel con su piso de hormigón lleno de hormigas, nuestro hotel con un galpón adosado que se publicitaba como “discoteca”. Desde el momento en que nos enteramos del significado de ese puente, temimos por nosotros, fuimos cobardes; pero no hay Callao sin violencia, y por eso —y, tal vez sin saberlo— la frontera nos llamaba en silencio durante el día, y mediante botellazos y rugidos de motocicletas en la noche.
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“Conciertos de calipso” decía nuestro itinerario, y eso era lo que debíamos buscar, eso y el olor a curda que espantara el hambre, producto de los sándwiches que, poco a poco, se perfilaban como nuestro único sustento posible.
De haber sabido antes que ese pan sería el verdadero cuerpo de Cristo, de un Cristo indiferente y ebrio, que llora sus cicatrices en una frontera entre lo sagrado y lo prostituto, lo hubiese escupido antes, me hubiese negado a comerlo desde el principio y a guardar mi propia fiesta. Una fiesta diluida en el calor de una botella de ron, pero mía, siempre y sólo mía. Pero no pude ver al futuro y, por el contrario, ese pan y ese jamón, esa austeridad vomitiva, se convirtieron en nuestra homilía, en nuestro alimento.
Esa primera noche fue maravillosa: nos acercamos a bandas que tocarían en la rumba inicial y que, además, nos dejaron subir a sus escenarios. Hicimos contacto, por primera vez, con los medio pintos y con los diablos de las comparsas; nuestra presencia en El Callao se dibujaba prometedora. Borrachos, como por ósmosis, de los litros de ron caliente que corrían a nuestro alrededor, decidimos emborracharnos nosotros también, hacer nuestras esas calles de la única manera que conocíamos: volviéndonos mierda en la vía pública. La canelita, licor poco popular en el estado Bolívar, fue nuestra arma de borrachera. Caímos en ella porque era conocida y era barata. Poco a poco, ese licor barato se convirtió en nuestra carta de presentación frente al mundo; éramos los catires que tomaban canelita. Y así nos quedamos.
Estos catires que tomaban canelita se convirtieron en otra atracción de los carnavales de El Callao.
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Tanto el sábado como el domingo, se nos prometía, una y otra vez, una fiesta futura que sería la epopeya de alcohol que habíamos ido a buscar. Y día tras día, nos encontrábamos con una fiesta a media máquina, explosiones mudas de curda, mañanas de borrachos confundidos, preparaciones que eran callejones sin salida; y la promesa, siempre lejana, siempre a medio cumplir, de una “demencia” que tal vez sí nos hubiese contagiado si no hubiésemos ido en busca de la verdad, en busca del documento de la historia; si hubiésemos ido con dinero para ron y para otra comida que no fueran sándwiches, y con ganas de morir olvidados en El Callao.
Esa búsqueda del documento de la historia nos llevó a conocer y a grabar a los más variados personajes del carnaval; a los organizadores y guardianes de la tradición; a las nuevas generaciones ansiosas de hacer suyas las fiestas; a quienes transformaron una música antiquísima, rica en sus raíces afro, en un producto consumible para los jóvenes de los pueblos cercanos, jóvenes que no sabían —ni les interesaba saber— de la fiesta desaparecida en Caracas, que sólo sabían de su fiesta inacabable en el pueblo del Callao. Entrevistamos a músicos, a bailarines, a escultores y artesanos, pero nada encontraba su propósito en nuestra narración, el material grabado carecía por completo de propósito, nuestra cámara —y nosotros— hubiese estado mejor emborrachándose con canelita en la plaza del pueblo que en una persecución audiovisual del afianzamiento de nuestra propia identidad como artistas valiosos, como traductores necesarios de lo verídico a los demás. Habíamos encontrado la esencia de lo que fuimos a buscar, sólo para encontrarla aburrida, parsimonia necesaria en el mantenimiento de la fachada de una pea.
Recorrimos el pueblo antes de que anocheciera, los primeros dos días, como compradores de vitrina de una fiesta que ocurría en la consagración del ron y que nosotros veíamos de lejos, testigos de la tramoya carnestolenda. Sin embargo, cada noche comprábamos una botella de canelita y veíamos qué tan lejos nos podía llevar. Grabábamos lo que envidiábamos, gente comiendo en restaurantes; personas con fajos de billetes, conocedores de la imposibilidad de hacer una transferencia o encontrar una terminal bancaria callaense; cuerpos sudados y pegostosos, sin consciencia, meneándose como hubiésemos querido nosotros menearnos; tal vez no allí, tal vez no con esas personas, pero sí con los nuestros en nuestra ciudad en la que, cada vez menos, podíamos hacerlo. Hambrientos y locos, bebíamos de la “demencia” que nos habían prometido sin caer completamente, manteniendo la falsa distancia estética de quien es retratista de la realidad.
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La experiencia del hambre, aunque siempre presente en los países del tercer mundo, y sobre todo presente en Venezuela para la época en la que decidimos huir hacia El Callao, nunca nos había tocado directamente. Quizás algunos lujos del pasado habían desaparecido de nuestras dietas, pero nunca nos habíamos encontrado con el hambre, el de verdad. Daniel, Roberto y yo no éramos millonarios, nuestros apellidos no significaban nada ni éramos dueños de nada de valor, pero éramos de una clase media que todavía podía comer proteína animal, que todavía podía comer merienda y botanear. Por eso, encontrarnos de frente con que todo en El Callao era en efectivo, ese efectivo que habíamos decidido no llevar, nos dio hambre. Por dos días sólo pudimos comer cambures bien maduros y sándwiches de pan de caja con jamón de espalda, mientras en la calle, donde el efectivo fluía, veíamos a la gente comer carne y hamburguesas y pollo, y nos intoxicábamos con el olor de la comida y el sabor de la canelita caliente y el pensamiento de ese ron hirviendo en termos de plástico extra grande. Tal vez ésta no era el hambre de verdad, pero para nosotros era lo más parecido, creímos rota nuestra burbuja de comodidades, creímos que ahora sí habíamos sufrido la pobreza de primera mano.
Vivimos así el sábado y el domingo y gran parte del lunes. Los mondadientes se convirtieron en el placebo elegido para olvidarnos de nuestro poco sustento, para olvidarnos que el efectivo lo habíamos compartido en cervezas con Jorge London el primer día de nuestra estadía. Pero uno no puede subestimar lo que significa ser una atracción turística para los habitantes de un pueblo turístico, y ya el lunes —el día más fuerte de la fiesta—, todos sabían que éramos los documentalistas de Caracas que querían retratar los carnavales de El Callao. Para esas fechas, los carnavales todavía no habían sido declarados como patrimonio de la humanidad por la UNESCO, y si algo querían todos, absolutamente todos los pobladores de esa villa perdida en el calor del estado Bolívar, era que se les declarara como patrimonio de la humanidad. Esa fue nuestra llave maestra, gracias a eso pudimos entrar en casas y en patios hediondos a basura, en los que guardianes inútiles cuidaban una tradición que nadie recordaba, pero que ellos morían por hacer inmortal. Y gracias a eso, también, conocimos a Alejandro (la verdad es que no recuerdo su nombre. Él fue probablemente de las personas más importantes en esta travesía, y vive anónimamente en mi cerebro. Tal vez ese sí sea su nombre, tal vez sí sea Alejandro la persona de la que nos aprovechamos en nuestro momento más bajo de desesperación). Alejandro era el jefe de la cuadrilla de los Diablos Danzantes Modernos, o alguna vaina así; una especie de cofradía de carajos de entre 22 y 28 años, oriundos del pueblo, que buscaban mantener viva la tradición clásica de los Diablos Danzantes, una tradición que, para ellos, se había deformado en un concurso de megaesculturas complejas que se asemejaban más a los Transformers que a las máscaras atávicas de lo prohibido.
El lunes en la mañana y la tarde, hartos del sabor del jamón de espalda, alimentados solo por mondadientes, seguimos a Alejandro a distintas locaciones; a la preparación de sus atuendos para esa tarde; a la preparación de la pintura negra de los medio pintos para esa noche; a la preparación de los músicos que, ese día de fiesta hasta el amanecer, serían el hilo conductor de la borrachera colectiva. Enloquecidos, cansados, queriendo conseguir la fuerza para llegar hasta el miércoles, conocimos el pueblo como muy pocos turistas logran conocerlo. Ya habíamos sido testigos de los botellazos y la anarquía que reinaban en la “discoteca” de nuestro hotel, de la autodestrucción del espíritu que nos regalaba esa frontera; pero ahora recorríamos calles que existirían mucho después de nuestra partida.
Cuando era pequeño fui con la infancia misionera del colegio donde mi madre era maestra, a una población indígena, también en el estado Bolívar. Un colegio para indígenas que estaba rodeado por un pueblo minero —en este caso, de aluminio—, y aunque mis recuerdos de todo son siempre difusos, escritos como en una borrachera mal curada, algo que sí recuerdo son las calles que recorrimos, puerta a puerta, vendiendo la palabra del Señor Jesucristo —el de los católicos—, calles donde vivían personas ajenas a mí, a las que en ese momento veía, pero más nunca volvería a ver. Personas cuyas vidas serían, por el resto de la existencia que nos quedara, lejanas en todo sentido; vidas enteras cuyo significado nunca podría asir, cuya realidad no podría retratar, siquiera, ni a través de la literatura —que, al final, es sólo impostura—, y recuerdo en ese momento, a mis 6 años, descubir la verdad detrás de esa frase que decía mi abuelo que decía Ciro Alegría, eso de que el mundo es ancho y ajeno.
Las calles que recorrimos ese lunes en El Callao me trajeron de nuevo esa sensación. Quizás era el hambre, la desesperación, la locha que me caía de entender mi búsqueda de sentido como un sinsentido, pero nunca me sentí tan pleno como cuando grabamos —a dos cámaras, ni más ni menos— a un hombre (a quien sólo recuerdo gordo, en chanclas, y con una polarcita en la mano) meneando la pintura de los medio pintos, y en las casas de alrededor la gente existía sin preguntarnos a nosotros por qué; existía en una lejanía dolorsamente cercana.
No teníamos rumbo; éramos guiados por Alejandro quien, cada vez que grabábamos algo, o lo grabábamos a él, se sentía el protagonista de una película que —y para nosotros esto era cada vez más obvio—, lo más probable no iba a existir jamás. Así, nos movimos de un lado a otro, hasta llegar a la calle principal de los restaurantes en el pueblo. Esa calle ya la conocíamos de memoria, habíamos pasado por allí millones de veces, preguntando, sin suerte, si alguien, quien fuera, aceptaba una puta tarjeta de débito. Era esa calle nuestro motivo de pesadillas recurrentes, la imagen contraria de nuestra habitación desolada en el hotel-puente-frontera que esa noche nos esperaba. Alejandro nos invitó a sentarnos en un restaurante de pollo a la brasa y Daniel, Roberto y yo —en este momento, tal vez, una sola entidad— fuimos por los mondadientes: el único alimento que podíamos comprar. Y callamos, sin saber qué esperar; callamos como los niños bien educados que somos, niños bien educados que no exigen comida, que no son lambucios.
Esperar nos mataba, el hambre nos mataba, el cansancio nos mataba. Alguien preguntó, a la distancia, qué íbamos a pedir y dijimos, casi al unísono, que nada, que no teníamos efectivo.
Y Alejandro nos rescató.
Fue el ángel de la guarda , salvador de nuestro jamón de espalda.
Alejandro nos invitó a cada uno un plato de pollo, con papas, con yuca, con no recuerdo qué en este momento, y una coca-cola fría.
Yo, que siempre he tenido una relación destructiva con la comida, una relación tóxica que me ha llevado a muchos problemas, en ese instante, en ese momento de la transmutación del alimento en sustento y en homilía, en comunión con algo superior a mí, mi relación con la comida había sanado milagrosamente.
Estaba curado.
Nunca pudimos agradecerle en su justa medida, pero Alejandro en ese instante fue nuestro salvador. Y nosotros feligreses de la iglesia del Pollo a la Brasa.
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La noche que se venía era larga: según la tradición de El Callao, el lunes es el día “demencial”, donde toda la miasma de ron se transforma en una lluvia que moja a todo el pueblo, y para eso habíamos ido, ya todo lo demás era adorno; y ese lunes ebrio goteaba hasta el martes de resaca, que culminaba en un clímax de fiesta a plena luz del mediodía.
Ese lunes vimos, por primera vez y de primera mano, cómo un día, una tarde y una noche sangraban la una hacia la otra con la perfecta naturalidad de quien se sabe un continuo. La tarde, que tardaba en oscurecer, era de un estado esquizoide que sólo se potenciaba por nuestra itinerancia. No nos quedábamos quietos por nada.
Hasta que me aburrí. Deserté. Me fui a la habitación y mandé el documental al carajo.
Yo nunca he sido un gran animal fiestero: siempre ha existido en mí la preocupación de que eso me haga un mal escritor. Todas las experiencias desde las que siempre escribían los beatniks; esa sentencia de Allan Ginsberg de que sus mejores libros los escribió bajo el efecto de alguna droga; o esos episodios de coca y baños que retrataban los latinoamericanos como Fresán o Pron o Bolaño; o aun el sonambulismo psicotrópico de Tao Lin, es para mí una experiencia lejana, un relato nunca vivido. Digo esto porque fue en esa tarde en la que Daniel y Roberto atestiguaron una pelea entre chinos, entraron a un burdel y se emborracharon con ron ajeno. Mientras yo estaba viendo alguna película revista mil veces, esta vez en un televisor tan pequeño que su imagen era sólo una reencarnación karmática en ser inferior, de esa película de Cine Millonario. Y podría ahorita intentar entrar en Roberto y en Daniel, transcribir sus palabras, sus experiencias, pero la verdad este viaje fue en primera persona, y todo lo que no pude vivir y que no sobrevive en ningún lado, no lo puedo narrar. Al menos no de manera sincera.
En algún momento los dos llegaron al cuarto, de nuevo, con cuentos poco verificables sobre burdeles y peleas de chinos. Ebrios, muy ebrios, con un plan de grabación que seguramente nunca funcionaría. Se decidió, unanimemente, por esa entidad que ahora éramos los tres, que no regresaríamos hasta el mediodía del martes, que no tenía sentido, que acompañaríamos a los medio pintos al amanecer al final de su ritual y de ahí, en vivo, directo a la misa de Carnaval, el epicentro político-musical de todo el carnaval; y de ahí seguiríamos con el desfile de las madamas. Ese era nuestro clímax, el clímax real de la fiesta. Clímax que ya había visto en programas seudodocumentales televisivos de Valentina Quintero, y que teníamos que retratar nosotros; nosotros con mejores ojos que aquellos técnicos mal pagados de televisoras abiertas nacionales; nosotros que teníamos una visión y era hora de que la pusiéramos en imágenes y basta con esa gente retratando las fiestas como algo sagrado, como algo cultural; y bienvenidos nosotros, señores de la demostración de Venezuela como un bacanal. Nosotros como paisajistas de la decadencia que sólo se podía retratar en la cara de los borrachos, siempre más borrachos; pobladores de una fiesta eterna, necesaria para mantener la moral de este país, a punto de desaparecer, en pie. Algo debimos haber comido, algo que nos regresaba a la homilía del jamón de espalda, y salimos con dos objetivos claros: comprar una botella de canelita y que ésta fuera nuestra noche, porque ésta era la noche de El Callao. La decisión de comprar una de canelita, después de tanto ron prestado, tal vez no fue la mejor idea, pero me molestaría conmigo si ahorita decidiera fundir los recuerdos, excusarme en la borrachera, perderme y culpar a la falta de archivo por el pobre recuento de esta noche que sobrevive en mi mente. Así que lo intentaré.
La noche comenzó temprano; bueno, en realidad nunca fue no-noche, y al salir a la calle buscamos a las mejores bandas de calipso para grabarlas, para ser parte de su fiesta. Pronto, durante la búsqueda, me di cuenta de algo: el calipso en El Callao hace años dejó de ser una tradición, hace años dejó de ser el verdadero atractivo de las fiestas; atrás quedaron las canciones famosas de Isidora Agnes, atrás quedaron las canciones tan, tan populares, que se habían convertido en parte del imaginario pop venezolano del siglo xx y xi (el all day today, all night tonight que, ahora que lo pienso, era la representación perfecta de la condición esquizoide e insomne de El Callao durante los carnavales); y adelante quedaba el calipso como cruza cacri con reggaeton; adelante el sonido irreconocible de los sound systems que competían durante toda las festividades; o, peor de lo peor, que era música de fondo para una borrachera eterna.
En la plaza principal, donde hace dos días habíamos sido inseparables de Jorge London, alguien, por orden de Daniel, me roció con serpentina de espuma mientras payaseaba; esto lo recuerdo no porque fuese algo importante, sino porque es parte del poco material audiovisual que todavía vive en algún sitio escondido del internet. En esa plaza, vimos subir y bajarse de una multitud de tarimas a una multitud de bandas de calipso que competían por algo de atención. La rumba estaba abajo, la rumba estaba en otras tarimas en otras partes del pueblo. Y allá fuimos. Pero, dicho sea la verdad, nuestro verdadero objetivo era hacer tiempo para que ya fuera hora de los medio pintos; que la semilla plantada esa tarde diera frutos y fuéramos a cosechar. Hicimos tiempo grabando más y más bandas anónimas y bailarines anónimos y diablos anónimos y borrachos sin cara que bailaban como sin cuerpo.
Cuando dieron las once de la noche, subimos a reencontrarnos con nuestros amigos pintados de negro, del negro más oscuro que jamás haya visto (si éste fuera un ensayo o una crónica bien hecha, tal vez ahorita sería el momento de hablar de los orígenes de las tradiciones de El Callao que, más de allá que de acá, se asemejan a las tradiciones típicas de las islas antillanas y no tanto a las de la Venezuela continental. Pero éste no es ese sitio, éste no es ese texto); y bebimos, asignando al alcohol como conductor designado, como productor ejecutivo. Perseguimos a los medio pintos como si fuese una tarea sencilla y, llegando al pueblo, a la fiesta, los perdimos. Perseguimos a los pocos que conseguimos y nos separamos. Yo sin cámara, detrás de Roberto con la cámara principal, y Daniel, enlace del caos que nos rodeaba, con la segunda cámara. Vimos gente acorralada por la amenaza de ser embadurnados por los medio pintos y grabamos todo lo que pudimos, intentando vivirlo de segunda mano; nuestra ropa cada vez más y más manchada por el melao oscurísimo de los espíritus afro del carnaval.
De la nada, lo decidimos: era hora de irnos, no íbamos a poder conseguir al colectivo de los medio pintos, ni íbamos a poder ver su privado ritual de bañarse en el río, al amanecer, con el objetivo de limpiarse esa pócima negra y secreta, color de ojos cerrados en la oscuridad.
Caminábamos hacia el hotel, ya era hora, y Daniel seguía grabando a quienes podía en medio de su borrachera. De la nada, paf, un balde de agua llueve sobre él, cámara en mano, y la segunda cámara del documental (una de esas Canon t3i, quintaesenciales para cualquier estudiante de Comunicación Social del 2010 al 2013) murió ahí, sin previo anuncio.
Nuestra derrota era palpable, física, la podíamos espantar por unos segundos manoteando el aire frente a nosotros, pero siempre regresaba. Por eso nos sentamos, por eso y porque estábamos cansados también. Nos sentamos frente a un abasto chino, cámara muerta en mano, y nos fuimos a dormir.
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La mañana del martes es la culminación de todo, no tanto el bacanal embriagado de los días anteriores, sino la fachada de que ese bacanal es sólo un preámbulo y no realmente la fiesta. Enratonados nos acercamos a la iglesia principal, a grabar una misa. Y este desfile político-cultural tenía como invitados estelares a la hija de Diosdado Cabello, a unos cuantos generales, y a un grupo de extranjeros, mucho más rubios que nosotros, a quienes trataban con la naturalidad con la que se trata a un paisano —cosa que enfureció a Roberto, quien tenía todo el fin de semana intentando hacernos pasar por “gente de pueblo”, lo que sea que eso significara. La misa fue una misa, una imitación barata de lo que debe ser una misa afroamericana en Estados Unidos, algo que quería ser una celebración, pero era una farsa enratonada.
Daniel se quedó afuera, vomitando su ratón, mientras Roberto y yo grabamos a un perro sin una pata que corría por la nave principal de la iglesia.
Y entonces, el desfile de las madamas. La explosión musical. El único momento en el que sentí la verdadera potencia del calipso. El momento que me hizo converso. La música del martes fue la única pura de toda la semana —a excepción de ese episodio con Elda Marksman, en el patio trasero de su casa, hediondo a mierda, donde escuchamos lo más cercano que podíamos conseguir a una Isidora Agnes—, brillando con músicos que se intercambiaban cada cierto tiempo, y que eran la crema de la crema callaense. Ese martes había valido la pena. Y lo grabamos. Completo. Incluso grabamos con un audio medianamente decente, hecho por mí, una improvisación de calipso al salir de la iglesia, una muestra real de la música y tradición que me había prometido la investigación previa.
Algo se acabó ese día, porque al terminar sólo recuerdo nuestra desesperación por salir del pueblo. Por huir lo más lejos posible, lo más rápido posible. Y de alguna manera, de alguna forma, lo logramos; Escape From El Callao con Kurt Resort, como esas películas renacidas en pantallas mínimas que vi en nuestro hotel.
A Roberto no le importó perder dinero, perder una noche de hotel. Nos fuimos en el primer autobús que nos dejara subirnos y en Puerto Ordaz paramos en el centro comercial más nuevo que sí aceptara nuestras tarjetas de débito y de crédito, para olvidar el jamón de espalda y los mondadientes, y recordar por fin el sabor de una comida de verdad.
No hay forma de ver lo que grabaron?
Mucho texto